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sábado, 7 de julio de 2012
Veinte.
Diecinueve.
Despierta poco a poco mientras el onirismo de sus imágenes se desdibuja, se emborrona en la lejanía y queda fielmente guardado en algún rincón de su recuerdo. Todo se vuelve cegador y finalmente, abre los ojos. Pestañea un par de veces antes de comprender quién es y dónde se encuentra. Pero no se libra de la certeza, no se libra del peso de su existencia. Su nombre, su realidad, se vuelven sólidos en apenas unos segundos. Los mismos segundos que tardan en llevarse la tranquilidad del sueño que estaba teniendo. Unos instantes después ni siquiera es capaz de recordarlo. Ojalá no pudiera recordar quién es.
Hoy no es un día diferente. Puede sentir la mediocridad de la gente, de la ciudad y de su persona rellenando los poros abiertos de su piel. Una capa reseca y arenosa que no logra limpiarse ni sacarse de encima. Hace tiempo que vaga por las calles de su propia necedad intentando encontrar un taxi dispuesto a alejarla de sí misma, una vez más, y conseguir un soplo de aire fresco que inunde sus pulmones.
Camina de forma incesante pero sin ninguna determinación. Es la inercia cosida a las plantas de sus pies quien dirige sus pasos. A veces se detiene, mira hacia atrás, todo el camino recorrido en su vida: no hay nada. La niebla asfixia lo que una vez fue y le recuerda que no debe volver a serlo.
De pronto se encuentra a sí misma corriendo por la orilla de un océano de lágrimas, lágrimas opacas que tiñen su azul en una gama de grises nerviosos. La inercia ha vuelto a despistarla. Pero esta vez, todo lo que ve a su alrededor le gusta. Es intenso. Como la vida.
Se acerca al borde, se inclina un poco hacia delante y mira abajo. La sensación vuelve efervescente: picor en la garganta y un séquito de hormigas colonizando las arterias. Un pálpito dentro de su pecho, el vello erizado. Desde la azotea puede ver cómo la ciudad late bajo sus enclenques rodillas, bajo su piel cuarteada por el frío. Luces, sonidos, vidas transcurren ajenas a su pena, su dolor. Y ella las siente desde allí arriba, queriendo saltar, deseando de forma irrefrenable pertenecer a ellas.
Desenlaza las pestañas y despierta.
Hoy no es un día diferente. Puede sentir la mediocridad de la gente, de la ciudad y de su persona rellenando los poros abiertos de su piel. Una capa reseca y arenosa que no logra limpiarse ni sacarse de encima. Hace tiempo que vaga por las calles de su propia necedad intentando encontrar un taxi dispuesto a alejarla de sí misma, una vez más, y conseguir un soplo de aire fresco que inunde sus pulmones.
Camina de forma incesante pero sin ninguna determinación. Es la inercia cosida a las plantas de sus pies quien dirige sus pasos. A veces se detiene, mira hacia atrás, todo el camino recorrido en su vida: no hay nada. La niebla asfixia lo que una vez fue y le recuerda que no debe volver a serlo.
De pronto se encuentra a sí misma corriendo por la orilla de un océano de lágrimas, lágrimas opacas que tiñen su azul en una gama de grises nerviosos. La inercia ha vuelto a despistarla. Pero esta vez, todo lo que ve a su alrededor le gusta. Es intenso. Como la vida.
Se acerca al borde, se inclina un poco hacia delante y mira abajo. La sensación vuelve efervescente: picor en la garganta y un séquito de hormigas colonizando las arterias. Un pálpito dentro de su pecho, el vello erizado. Desde la azotea puede ver cómo la ciudad late bajo sus enclenques rodillas, bajo su piel cuarteada por el frío. Luces, sonidos, vidas transcurren ajenas a su pena, su dolor. Y ella las siente desde allí arriba, queriendo saltar, deseando de forma irrefrenable pertenecer a ellas.
Desenlaza las pestañas y despierta.
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